18.07.2008
Me ocurrió por primera vez con Amelie Poulain: a la salida del
cine, me propuse comprar el DVD en cuanto saliese a la venta, y entonces,
abandonar el trabajo, encerrarme en casa, y perder la razón de tanto ver la
película, cuantos miles de veces hiciesen falta, para perder pie, dejar de
distinguir los límites de la realidad, y olvidar que Amelie era apenas un
personaje de ficción. No lo hice, al final, y hoy puedo contarlo.
Durante varios meses de 2006, no obstante, hice por fin el experimento
con un material más inofensivo en apariencia: vi el capítulo de Barrio Sésamo
titulado “La hora silenciosa” entre tres y ocho veces al día, sin faltar uno
solo, con la excusa de hacerle compañía a mi hija de un año. Aún estoy
evaluando las consecuencias de esas sesiones sobre mi personalidad y sobre mi
salud mental. Por el momento sólo soy consciente del extraño respeto que siento
por el pollo gigante llamado Paco Pico, al que seguiría a la muerte sin dudarlo
si liderase una batalla.
Me preocupa más, de todas formas, cómo le puede afectar a mi hija su
reciente pasión por la cantante evangélica Aline Barros, esa que, para
comenzar, aparece atrapada en una piruleta gigante, y a la que poco después
vemos bailando en la playa bajo un sol de justicia cubierta con capas y capas
de ropas multicolores.
Reconozco que tiene canciones muy pegadizas y hasta de calidad. Una de
ellas creo que es un homenje a “Money”, de Pink Floyd, porque también se
escucha constantemente el ruidillo de una caja registradora. Es la canción de
la viudita, una mujer que, aunque tiene muy poco, siempre deja algunas monedas
en la iglesia, hasta que Dios acaba premiándola con varios millones. Lo que no
me gusta de esta canción es que puede llevar a pensar que las cajas de ofrendas
de las iglesias protestantes tienen lucecitas parpadeantes con frutas y otras
figuras, y además puede reforzar el prejuicio tan extendido de que los líderes
evangélicos sólo visan el lucro.
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