20.03.2008
Durante siglos, las catedrales fueron las
construcciones más ambiciosas y magníficas levantadas en Europa. No era posible
distinguir con exactitud dónde acababa el homenaje a Dios y dónde
comenzaba la demostración de grandeza de una ciudad. En la Europa de nuestros
días, las obras arquitectónicas más representativas, las que aparecerán en los
libros de Historia del Arte dentro de trescientos años, parecen
estar relacionadas con las comunicaciones y el transporte: puentes,
estaciones y aeropuertos. Sobre todo aeropuertos.
Estas catedrales de nuestro tiempo son, por un
lado, un poderoso símbolo del laicismo y el pragmatismo imperantes. Por otra
parte, se da la paradoja de que estos imponentes espacios arquitectónicos, al
tiempo que consagran el tránsito, el desplazamiento y el intercambio, se están
conviertiendo en símbolos nacionales que remarcan las fronteras y parecen
decir: "Aquí empieza un gran país". En definitiva, hoy, los
aeropuertos europeos, que son los recibidores, los vestíbulos de los países,
han asumido esa función de mostrar el poderío de los estados.
Sucede, sin embargo, que los europeos laicos o
agnósticos envejecen rápido y apenas tienen hijos, esto es, se extinguen,
mientras que por las fronteras del Viejo Continente no dejan de filtrarse seres
humanos de todos los colores, todas las culturas y todas las religiones. Como
no cabe duda de que las escuelas públicas no lograrán limpiarles la religión a
las nuevas masas de niños multicolores y multiculturales, se deduce que, en
pocas generaciones, en todos los ámbitos de la sociedad habrá una fuerte presencia
de seres religiosos.
Dentro de trescientos años, por tanto, ya se
habrán levantado nuevos templos por toda Europa, y los turistas acudirán
de propio a los antiguos aeropuertos para sacarse fotos y conocer en persona
las construcciones más representativas y elocuentes de este principio del siglo
XXI.
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