05.03.2008
Me gusta comenzar el día escuchando la canción de
James Blunt, “la canción”, que al fin y al cabo es una manera de orar. Todo el
mundo se dio cuenta cuando apareció en las radios. Nadie osó ponerle ningún
reparo. Todas las personas de todos los países de la Tierra sintieron de alguna
manera que aquella canción era una especie de milagro. Y la letra, para quien
pueda entenderla, sólo redunda en su rara perfección. Se trata de una canción
de amor, por supuesto. Relata la historia de una persona común que, inmersa en
la rutinaria grisura del metro, se ve sorprendida por el fogonazo de un intenso
amor a primera vista. Que, allí abajo, entre el aire recargado de cansancio, y
entre la masa triste de gentes, encuentra un punto luminoso hacia donde
anhelar. Se trata de un sentimiento comprensible para cualquier hombre y para
cualquier mujer, desde analfabetos hasta astrónomos. “Un sentimiento popular
que nace de mecánicas divinas”, dijo Battiato. Por definición, alguien no se
enamora de un ser humano, sino de un espejismo, de un símbolo, una señal, una
puerta, un camino, un inicio de otra cosa. Y el afán de fusión, ese estirar la
mano a través del otro para rozar lo inefable, y desaparecerse, aporta al acto
sexual una dimensión trascendente, que entra de lleno en el terreno de lo
religioso. Todo aquel que ha estado alguna vez enamorado tiene, por lo tanto,
vocación religiosa. Esto no puede negarse. Tal vez sea el amor, el amor-pasión
de Stendhal, un disfraz más accesible, menos abstracto, una corporeización
visible y comprensible del deseo de unirse a la totalidad tan propio de los
místicos.
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